Cultura

Diario de lector: La explicación más racional

Gabriela Urrutibehety

www.gabrielaurruti.blogspot.com.ar

El lector que escribe un diario lee “Avenida de los misterios”, la última novela de John Irving que se construye bajo la vieja máxima del realismo mágico: lo extraño aparece como normal, lo normal se hace extraño.

Hay más coincidencias, menores si se quiere, con el invento latinoamericano: la mitad de la historia transcurre en México y la cantidad de palabras en castellano obligan al traductor a poner una nota y recurrir a las comillas, lo que hace de la página un salpicado sarampionoso. El catolicismo y su afán milagrero dan un clima que se refuerza también en las Filipinas y su pasado colonial ibérico. Vírgenes de tamaño monstruoso, procesiones multitudinarias, flagelantes y toda la parafernalia católica más barroca forman parte importante de la trama, aunque son miradas con sesgo casi cínico (el lector que escribe un diario está tentado a tachar cínico) y poco amable. El barroquismo de Irving, piensa el lector que escribe un diario, pasa por otro lado.

La novela tiene como protagonista a Juan Diego Guerrero, un escritor mexicano-estadounidense que emprende un viaje a Filipinas para pagar una deuda antigua visitando la tumba del padre de un gringo hippy -ignora su nombre- que conoció en su niñez en México. El viaje será la oportunidad para recuperar, en sueños, su historia como “niño de la basura” en Oaxaca, pero también para encontrarse con personajes como Myriam y Dorothy, madre e hija super sexies que aparecen a cada rato, de pronto, en su camino y en su cama, pero no salen ni en las fotos ni en los espejos.

Juan Diego dormirá en los aviones, en los hoteles, en los autos que lo trasladan y así el lector recuperará su infancia mexicana, donde los personajes no son menos extraños. Lupe, su hermana menor, habla una lengua ininteligible para todos excepto para Juan Diego, que oficiará de traductor. Además, la chica es telépata: dice que acierta siempre con el pasado y menos con el futuro, aunque la trama demuestre lo contrario en este último punto.

Están también el jefe del basurero, un “no probablemente” padre de los chicos y Esperanza, la madre que trabaja de día limpiando en el monasterio jesuita y de noche como prostituta. Completan la lista el hermano Pepe, un jesuita que se fascina con Juan Diego porque rescata libros de la basura para leer y el señor Eduardo, un novicio proveniente de Iowa que deja los hábitos por una travesti, Flor. Y, como si esto fuera poco, hay un circo, con su domador y equilibristas, sus perros amaestrados y sus leones. Y el doctor Vargas, claro, el médico amante de las explicaciones científicas.

A los sueños se llega a través de una de esas explicaciones que ama Vargas: Juan Diego toma u olvida tomar su medicación, duplica dosis, mezcla Viagra y betabloqueantes. Pero esas explicaciones no alcanzan: por algo están allí Myriam y Dorothy, saliendo de la nada con su impactante sensualidad. Del mismo modo en el pasado: nadie quiere mencionar la palabra “milagro”, pero esa termina siendo la explicación más lógica y racional en más de un caso.

Que Lupe pueda leer el pensamiento de hombres y bestias y, aun así, expresarse en una jerigonza que exige de su hermano su tarea de traductor puede que sorprenda un poco a los personajes la primera vez, pero pronto se acomodan a esta realidad de la misma manera que lo ha hecho el lector en las primeras páginas.

Esa habilidad de traducir es, al parecer, lo que marca a Juan Diego en su actividad posterior, la de escritor. Doble formación, si es que uno quiere ver en esta historia la del artista cachorro: libros rescatados de la basura, desechos que los jesuitas consideran bodrios inaceptables y levemente heréticos, en parte quemados y en parte húmedos son los que hacen de Juan Diego el prodigio “niño del basurero”. Lectura marginal, deshecha y desechada, es la que ejerce el muchachito que será un escritor de éxito.

Por el otro lado, escucha de una voz imposible, la de Lupe, su hermana. Oído como el de los perros -¡hay tantos perros en la novela!- que registra una longitud de onda imposible para los humanos, el del escritor en formación capta lo que nadie en un habla que viene de otro lugar, de otro mundo (¿el mundo indígena, tal vez? ¿el de los fantasmas, quizá?), en otra frecuencia.

Juan Diego adulto, mientras tanto, tiene algo que no tiene el adolescente de 14 años: asombro. Aunque nada le impide vivirla, la aventura filipina con las dos fantasmáticas mujeres lo llena de dudas, piensa el lector que escribe mientras lamenta que la palabra ‘fantasma’ carece de las connotaciones de humor y lujuria necesarias para nombrar a Myriam y Dorothy. El escritor formado, el de la recta final, se asombra ante la foto ‘borrada’ y acude a explicaciones farmacológicas para justificar esos estados alterados. Tal vez eso explique el final de la novela.

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